Auschwitz y la realización del ateísmo
(por Fernando Yupanqui)
El sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz ha hecho pensar, seguramente a muchos, que las condiciones que llevaron al hombre a semejante catástrofe siguen estando al orden del día, que las víctimas han cambiado de dirección, pero siguen ahí. Es claro que todo sigue su curso, entre otras cosas, porque la gran y única respuesta a las víctimas, como escribió alguna vez el teólogo alemán J. B. Metz, sólo podría venir de una aún ausente "conversión antropológica".Ello no ha sido aún posible, ante todo, tanto por el nefasto triunfo del ateísmo como por el fundamentalismo mítico y pagano de "cristianismos" como el estadounidense.
Pareciera que el ateísmo se ha consagrado, en las sociedades desarrolladas capitalistas capitalismo y ateísmo son realidades simultáneas-, históricamente desde el inicio de la Modernidad, en el siglo XVI, como una opción "no-religiosa" totalmente válida, objetiva, y carente de toda superstición. Entretanto, la identidad, por así decirlo, del vínculo ateo con la realidad interpersonal y política, es decir, la identidad del ateo, pareciera realizarse como una suerte de panacea basada sobre todo en un pensamiento radical del "yo" como inmanencia, como lógica de la apropiación de un ser únicamente referido a sí, o como autonomía total, si hablamos desde el cartesianismo más obvio o desde el Nietzsche más reaccionario, para quien todo mundo verdadero, todo bien y todo mal, se ha convertido en una vacía fábula infantil, irresponsable e inmoral en la que todo está permitido para los "señores".
Pero preguntémonos entonces: ¿qué significa ser ateo? ¿Cómo se relaciona un ateo con el mundo, con el prójimo ante todo, con la realidad del ser en general? (Y no digo de ninguna manera que dejar de ser ateo implique ser cristiano) La respuesta, para quien haya hurgado un poco en la historia, se ilumina desde un acontecimiento histórico sin precedentes y desafortunadamente muy clarificador: el Exterminio, Auschwitz, la Shoah.
Nuestra tesis, expuesta con la mayor claridad, esperamos, intenta exponer, y ante todo discutir, que la consumación o realización del ateísmo y la Modernidad se llevó a cabo en los Campos de Exterminio, cuestión aún impensada y que pareciera desgraciadamente no interesarle a nadie como acontecimiento en el que leer la historia del hombre de Occidente. Tal desinterés demuestra, sin duda, que el ateísmo occidental, en forma de una impasibilidad ególatra ante el sufrimiento de la víctima, continúa su monstruoso curso.
Pero sin demorarnos más iremos a definir, substancialmente, qué es o qué creemos que sea el ateísmo.
El ateísmo se basa en una creencia (es decir, el ateo es contra todo pronóstico y contra su propia e ingenua voluntad objetivista un "creyente", pues "cree" en lo que dice: vaya mandato religioso, creer, confiar, dar fe -Verdad- de algo); o, dicho en un lenguaje interpersonal, el ateo "cree" que cada persona empieza y termina, como ente, objetivamente en-su-propio-ser, que cada persona es un "cuerpo" y nada más. Para el ateo, la subjetividad, el "yo", se constituye originariamente, ontológicamente, sin referencia alguna a un más-allá-de-mí-posible, esto es, sin mantener en su nacimiento como persona relación alguna con Otro. Es decir, el ateísmo promulga que cada persona es una mónada encerrada en-sí-misma, en un "cuerpo objetivo". El ateo, si no se define así por pura pose social pseudointelectual algo muy común en sociedades "cultas", altamente idiotizadas y manipuladas por el saber ideológico eurocéntrico-moderno- termina por creer que la vida se resume en meros reflejos psico-fisiológicos, "naturales" diría el fascismo, que, de algún modo, carecen de toda disposición trascendental, religiosa. El ateo no se pregunta, dada su ignorancia, por lo inexplicable del ser o el aparecer de la realidad como acontecimientos que neutralizan desde ya cualquier pensamiento de lo natural. De este modo, avanzamos, el cuerpo-objeto enganchado fatalmente a la sangre y la tierra, al sí-mismo como "yo", sería el estandarte del ateísmo, del humanismo occidental e igualmente del nazismo. También la pena de muerte.
Es sabido que los nazis, el hitlerismo como lo llamó Levinas, veían a los judíos como no-personas reducidas a meras funciones fisiológicas, esto es, como animales. Es muy común escuchar por ahí una locura tal como la de: "el hombre es un animal". En lugar de decir "no sé lo que es el hombre", pues antes que del hombre hay que hablar de la inexplicable maravilla del ser o de la Revelación, el ciudadano occidental afirma totalitariamente la animalidad natural de las personas. Sin lugar a dudas, es claro que para los nazis esa era la única posibilidad de justificar el exterminio masivo, creer que el hombre es un animal inmanente. Al mismo tiempo, tal concepción de animal termina por abismar en una nada insignificante la vida de los animales mismos.
El ateísmo paganizante de los nazis, cuyos precedentes antropológicos inmediatos podrían estar en el subjetivismo absolutista de Fichte, el nietzscheanismo que no es más que un clima inmoralista de época- y vanguardias maquinales como el futurismo, tomó prestada la creencia moderna y humanista de que si una persona empieza y termina radicalmente en su cuerpo-objeto no habrá ningún motivo para no asesinarla, en tanto esa persona no conserva en su interioridad ninguna relación con cuestiones desechadas y despreciadas por los nazis como lo trascendente, la "ley moral" de un Kant naturalmente odiado por Nietzsche, o "la santidad" que diría el filósofo judío Emmanuel Levinas, por no hablar de Cristo y su condición personal, extrapolable a todo hombre, de Hijo de Dios. Así, como se mata a un perro, a un animal, los nazis podían asesinar judíos de manera industrial.
Reflexionando sobre lo dicho, nos daremos cuenta de que los nazis vivieron en una suerte de irracionalismo que, terroríficamente, abrazaba la "ficción" ideológica que se esconde tras el inmanentismo ateo, para el cual ninguna verdad (ni la Verdad misma, ni, decimos, su contradictoria pretensión de no-verdad), salvo la producida por fuerzas totales subjetivistas, puede sostenerse o fundamentarse. De este modo, la ideología se convertía en el pensamiento de que nada es más que lo que se da en la consciencia o el ego, sin Otro alguno al cual tener que responder por mandato, lo cual erradicaba cualquier tipo de dignidad, de amor, de ética de la responsabilidad radical ante el prójimo. Es claro: habiendo desterrado toda relación interior y trascendental con una santidad original, nada impedía el asesinato ni la violencia, sea física o simbólica.
Por todo ello, podemos decir que la cumbre máxima del ateísmo, por desgracia para millones de personas, tiene un nombre: Auschwitz. Porque creer que cada persona es sólo un programa biológico, como creyeron los nazis y hoy la mayor parte de Occidente cree, es ya hacer posible un asesinato.
Ahora bien, en la otra orilla, el mandato bíblico judeocristiano e islámico que dice "No matarás", supone que cada persona mantiene una relación íntima, en los bordes de sí misma, con la trascendencia, con Dios, y con una muerte imposible que está más allá del ser y el no ser.
El sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz ha hecho pensar, seguramente a muchos, que las condiciones que llevaron al hombre a semejante catástrofe siguen estando al orden del día, que las víctimas han cambiado de dirección, pero siguen ahí. Es claro que todo sigue su curso, entre otras cosas, porque la gran y única respuesta a las víctimas, como escribió alguna vez el teólogo alemán J. B. Metz, sólo podría venir de una aún ausente "conversión antropológica".Ello no ha sido aún posible, ante todo, tanto por el nefasto triunfo del ateísmo como por el fundamentalismo mítico y pagano de "cristianismos" como el estadounidense.
Pareciera que el ateísmo se ha consagrado, en las sociedades desarrolladas capitalistas capitalismo y ateísmo son realidades simultáneas-, históricamente desde el inicio de la Modernidad, en el siglo XVI, como una opción "no-religiosa" totalmente válida, objetiva, y carente de toda superstición. Entretanto, la identidad, por así decirlo, del vínculo ateo con la realidad interpersonal y política, es decir, la identidad del ateo, pareciera realizarse como una suerte de panacea basada sobre todo en un pensamiento radical del "yo" como inmanencia, como lógica de la apropiación de un ser únicamente referido a sí, o como autonomía total, si hablamos desde el cartesianismo más obvio o desde el Nietzsche más reaccionario, para quien todo mundo verdadero, todo bien y todo mal, se ha convertido en una vacía fábula infantil, irresponsable e inmoral en la que todo está permitido para los "señores".
Pero preguntémonos entonces: ¿qué significa ser ateo? ¿Cómo se relaciona un ateo con el mundo, con el prójimo ante todo, con la realidad del ser en general? (Y no digo de ninguna manera que dejar de ser ateo implique ser cristiano) La respuesta, para quien haya hurgado un poco en la historia, se ilumina desde un acontecimiento histórico sin precedentes y desafortunadamente muy clarificador: el Exterminio, Auschwitz, la Shoah.
Nuestra tesis, expuesta con la mayor claridad, esperamos, intenta exponer, y ante todo discutir, que la consumación o realización del ateísmo y la Modernidad se llevó a cabo en los Campos de Exterminio, cuestión aún impensada y que pareciera desgraciadamente no interesarle a nadie como acontecimiento en el que leer la historia del hombre de Occidente. Tal desinterés demuestra, sin duda, que el ateísmo occidental, en forma de una impasibilidad ególatra ante el sufrimiento de la víctima, continúa su monstruoso curso.
Pero sin demorarnos más iremos a definir, substancialmente, qué es o qué creemos que sea el ateísmo.
El ateísmo se basa en una creencia (es decir, el ateo es contra todo pronóstico y contra su propia e ingenua voluntad objetivista un "creyente", pues "cree" en lo que dice: vaya mandato religioso, creer, confiar, dar fe -Verdad- de algo); o, dicho en un lenguaje interpersonal, el ateo "cree" que cada persona empieza y termina, como ente, objetivamente en-su-propio-ser, que cada persona es un "cuerpo" y nada más. Para el ateo, la subjetividad, el "yo", se constituye originariamente, ontológicamente, sin referencia alguna a un más-allá-de-mí-posible, esto es, sin mantener en su nacimiento como persona relación alguna con Otro. Es decir, el ateísmo promulga que cada persona es una mónada encerrada en-sí-misma, en un "cuerpo objetivo". El ateo, si no se define así por pura pose social pseudointelectual algo muy común en sociedades "cultas", altamente idiotizadas y manipuladas por el saber ideológico eurocéntrico-moderno- termina por creer que la vida se resume en meros reflejos psico-fisiológicos, "naturales" diría el fascismo, que, de algún modo, carecen de toda disposición trascendental, religiosa. El ateo no se pregunta, dada su ignorancia, por lo inexplicable del ser o el aparecer de la realidad como acontecimientos que neutralizan desde ya cualquier pensamiento de lo natural. De este modo, avanzamos, el cuerpo-objeto enganchado fatalmente a la sangre y la tierra, al sí-mismo como "yo", sería el estandarte del ateísmo, del humanismo occidental e igualmente del nazismo. También la pena de muerte.
Es sabido que los nazis, el hitlerismo como lo llamó Levinas, veían a los judíos como no-personas reducidas a meras funciones fisiológicas, esto es, como animales. Es muy común escuchar por ahí una locura tal como la de: "el hombre es un animal". En lugar de decir "no sé lo que es el hombre", pues antes que del hombre hay que hablar de la inexplicable maravilla del ser o de la Revelación, el ciudadano occidental afirma totalitariamente la animalidad natural de las personas. Sin lugar a dudas, es claro que para los nazis esa era la única posibilidad de justificar el exterminio masivo, creer que el hombre es un animal inmanente. Al mismo tiempo, tal concepción de animal termina por abismar en una nada insignificante la vida de los animales mismos.
El ateísmo paganizante de los nazis, cuyos precedentes antropológicos inmediatos podrían estar en el subjetivismo absolutista de Fichte, el nietzscheanismo que no es más que un clima inmoralista de época- y vanguardias maquinales como el futurismo, tomó prestada la creencia moderna y humanista de que si una persona empieza y termina radicalmente en su cuerpo-objeto no habrá ningún motivo para no asesinarla, en tanto esa persona no conserva en su interioridad ninguna relación con cuestiones desechadas y despreciadas por los nazis como lo trascendente, la "ley moral" de un Kant naturalmente odiado por Nietzsche, o "la santidad" que diría el filósofo judío Emmanuel Levinas, por no hablar de Cristo y su condición personal, extrapolable a todo hombre, de Hijo de Dios. Así, como se mata a un perro, a un animal, los nazis podían asesinar judíos de manera industrial.
Reflexionando sobre lo dicho, nos daremos cuenta de que los nazis vivieron en una suerte de irracionalismo que, terroríficamente, abrazaba la "ficción" ideológica que se esconde tras el inmanentismo ateo, para el cual ninguna verdad (ni la Verdad misma, ni, decimos, su contradictoria pretensión de no-verdad), salvo la producida por fuerzas totales subjetivistas, puede sostenerse o fundamentarse. De este modo, la ideología se convertía en el pensamiento de que nada es más que lo que se da en la consciencia o el ego, sin Otro alguno al cual tener que responder por mandato, lo cual erradicaba cualquier tipo de dignidad, de amor, de ética de la responsabilidad radical ante el prójimo. Es claro: habiendo desterrado toda relación interior y trascendental con una santidad original, nada impedía el asesinato ni la violencia, sea física o simbólica.
Por todo ello, podemos decir que la cumbre máxima del ateísmo, por desgracia para millones de personas, tiene un nombre: Auschwitz. Porque creer que cada persona es sólo un programa biológico, como creyeron los nazis y hoy la mayor parte de Occidente cree, es ya hacer posible un asesinato.
Ahora bien, en la otra orilla, el mandato bíblico judeocristiano e islámico que dice "No matarás", supone que cada persona mantiene una relación íntima, en los bordes de sí misma, con la trascendencia, con Dios, y con una muerte imposible que está más allá del ser y el no ser.
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Fernando -
Philippe Tacoronte -
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