LOS CHICOS DEL CORO: INTERPRETADA POR JOAN-CARLES MÈLICH
(Por Perera)
Hace ya unas semanas que en nuestro cine Monopol se encuentra una película del francés Christophe Barratier, candidata por Francia a los Oscar: Los chicos del coro.
Ante una -a primera vista- inocencia de planteamiento, esta historia conlleva en sus imágenes y palabras una(s) vida(s) llena(s) de conmoción y, más que nada, de esperanza.
Se trata de la historia de un profesor de música, fracasado (Clement Mathieu), que llega a un internado de menores con la finalidad de trabajar allí. El rostro de este personaje (en apariencia torpón y sumiso) transmite desde un principio una bondad (revolucionaria) digna de ser machacada por el director del centro, Rachin, botón que ha puesto en marcha la línea pedagógica del mismo: el principio conductista acción/ reacción supone la máxima para dirigir a los chicos, abandonados por sus padres, por el buen camino.
Claro que Mathieu va a dar un giro radical a esta docencia. ¿Cómo? Nuestro profesor de música aplica el afecto necesario para con los chicos, generando en ellos (junto a la música y al canto del coro formado, incluso en la clandestinidad), paciente y firmemente, la vivencia de ser queridos, de ser amonestados pero también perdonados; tal es: de sentirse y vivir como personas.
Dos puntos de atención, en el coro de niños, son Pierre Morhange (retraído y arisco, con una voz celestial) y Pépinot, el inactivo y huérfano que sólo espera que vengan a buscarlo sus padres todos los sábados de su vida, engañadamente.
Ellos dos, ya mayores, son los que se encuentran (tras la muerte de la madre del primero) y dan pie, flashbackmente, a toda la historia. Es el testimonio que concretó por escrito el bueno y comprometido de Clément Mathieu (que llegó a adoptar a Pépinot), sobre esta experiencia decisiva.
Sucede en 1949. Posguerra europea en Francia. Centros de reinserción, al parecer llamados correccionales, una especie de laboratorios de experimentación psicológica con los niños. La sombra del nazismo, de Auschwitz. Me viene a la cabeza Los niños del Brasil, clonación de pequeños y los atroces experimentos con personas durante este periodo infernal, sobre el que caminamos
¿Qué tiene que mirar esta película con Joan-Carles Mèlich y La lección de Auschwitz (Herder, 2004)? La reflexión que, de lleno, implicita Los chicos del coro, se explicita paralelamente en la propuesta pedagógica de este libro.
Del catalán Mèlich sólo decir que es profesor titular de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona; y que es miembro del proyecto La Filosofía después del Holocausto, del Instituto de Filosofía del CSIC.
Auschwitz, para Mèlich, deber ser un símbolo (quizás sea esta la afirmación más controvertida del libro). Auschwitz, el mal y la muerte, no se pueden repetir. En ningún campo. En (la) vida, ni en (la) muerte. El totalitarismo nazi, en medio de la civilización occidental, es el claro ejemplo del fin de la defensa a ultranza de los valores de la Ilustración (europea), de la Modernidad. Se impone, por tanto, irremediablemente, en todo ámbito, pensar y actuar, ya, de una vez por todas, DE OTRA MANERA.
De la mano del llamado Nuevo Pensamiento Judío, y abrazado a la filosofía de Lévinas, Auschwitz nos ha puesto (dice Mèlich), y nos sigue poniendo, a todos encuestión.
Así, en la enseñanza. ¿Qué nos enseña Auschwitz? ¿Qué nos debe enseñar a enseñar? De otra forma (justa más).
El evento de tropezarse con los ausentes es el relato de la memoria (p. 60). Uno de los aspectos insoslayables es la narración: la memoria, el pasado como enseñanza que siempre debe estar presente en los presentemente vivos. Y, sobre todo, abarca todo, la memoria de los injustamente muertos: dar testimonio de la experiencia vivida; morida para tantos. La necesidad de la narración, para las víctimas. Más que venganza. Porque una de las apreciadas armas de los totalitarismos (léase Rachin y el sistema educativo-vital que defiende: memoria de los poderosos) es borrar la singularidad de la memoria de las gentes; la singularidad de Auschwitz. Para poder repetir(lo). Sin opción al cambio-esperanza.
El deseo pedagógico, de Mathieu: que no se repita el mal; nunca más para esos chicos. Darles esperanza, (otras) opciones.
Los ausentes, en este sentido, son tan importantes como los presentes, a diferencia de la ética dialógica (tan dadora de juego, al parecer, en la pedagogía del estado español).
La relación entre maestro (mejor que profesor) y alumno es de apertura a la singularidad vital del otro: los chicos del coro. Se trata (casi) de una amistad, de padecerlos; más que de transmisión de conocimientos.
Una responsabilidad: la ética es la posibilidad humana de otorgar al otro prioridad sobre uno mismo ( ). Desde esta perspectiva, la educación es ética. No quiere decir que ética y educación sean exactamente lo mismo sino solamente que sin ética no puede darse acción educativa en sentido estricto, sino sólo adoctrinamiento o domesticación (p. 77). O sea: totalitarismo, contra las víctimas y pariendo (más) víctimas.
Este es el giro radical del profesor de música en el negro escenario de aquella esquina de Francia: su apertura al sufrimiento y a la situación concreta y apaleada de los niños recluidos.
De nada sirve la formación (recordemos a los nazis formados, o al formado director del centro) si no se dirige por esta senda: otro humanismo, o humanismo de otra persona (nueva). Donde la educación no sea adoctrinar, sino (un) darse al otro, al diferente (a) yo. Donde nuestra expresión genere otras nuevas expresiones, que no repeticiones (así era sorprendido Mathieu cuando algún chico generaba novedad inesperada en el canto). Donde, más que se haga, se padezca: ( ) un viaje no planificado, que forma, transforma e, incluso, deforma (p. 93).
No se puede educar en el olvido lo decíamos. La historia ha dejado de ascender, de progresar. El concepto ilustrado de educación se ha ido a las chacaritas. Lo malo, desde la conciencia o no, es que muchos por descontado ignoran el anhelo de que Auschwitz no se repita (p. 121).
El testimonio que Mathieu dejó es educativamente responsable. Pero no hay fórmulas. Sólo hay (si algo hay) una (dis)posición concreta en un momento concreto frente a una(s) persona(s) concreta(s). Sin tener que perder, por los chicos del coro.
Hace ya unas semanas que en nuestro cine Monopol se encuentra una película del francés Christophe Barratier, candidata por Francia a los Oscar: Los chicos del coro.
Ante una -a primera vista- inocencia de planteamiento, esta historia conlleva en sus imágenes y palabras una(s) vida(s) llena(s) de conmoción y, más que nada, de esperanza.
Se trata de la historia de un profesor de música, fracasado (Clement Mathieu), que llega a un internado de menores con la finalidad de trabajar allí. El rostro de este personaje (en apariencia torpón y sumiso) transmite desde un principio una bondad (revolucionaria) digna de ser machacada por el director del centro, Rachin, botón que ha puesto en marcha la línea pedagógica del mismo: el principio conductista acción/ reacción supone la máxima para dirigir a los chicos, abandonados por sus padres, por el buen camino.
Claro que Mathieu va a dar un giro radical a esta docencia. ¿Cómo? Nuestro profesor de música aplica el afecto necesario para con los chicos, generando en ellos (junto a la música y al canto del coro formado, incluso en la clandestinidad), paciente y firmemente, la vivencia de ser queridos, de ser amonestados pero también perdonados; tal es: de sentirse y vivir como personas.
Dos puntos de atención, en el coro de niños, son Pierre Morhange (retraído y arisco, con una voz celestial) y Pépinot, el inactivo y huérfano que sólo espera que vengan a buscarlo sus padres todos los sábados de su vida, engañadamente.
Ellos dos, ya mayores, son los que se encuentran (tras la muerte de la madre del primero) y dan pie, flashbackmente, a toda la historia. Es el testimonio que concretó por escrito el bueno y comprometido de Clément Mathieu (que llegó a adoptar a Pépinot), sobre esta experiencia decisiva.
Sucede en 1949. Posguerra europea en Francia. Centros de reinserción, al parecer llamados correccionales, una especie de laboratorios de experimentación psicológica con los niños. La sombra del nazismo, de Auschwitz. Me viene a la cabeza Los niños del Brasil, clonación de pequeños y los atroces experimentos con personas durante este periodo infernal, sobre el que caminamos
¿Qué tiene que mirar esta película con Joan-Carles Mèlich y La lección de Auschwitz (Herder, 2004)? La reflexión que, de lleno, implicita Los chicos del coro, se explicita paralelamente en la propuesta pedagógica de este libro.
Del catalán Mèlich sólo decir que es profesor titular de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona; y que es miembro del proyecto La Filosofía después del Holocausto, del Instituto de Filosofía del CSIC.
Auschwitz, para Mèlich, deber ser un símbolo (quizás sea esta la afirmación más controvertida del libro). Auschwitz, el mal y la muerte, no se pueden repetir. En ningún campo. En (la) vida, ni en (la) muerte. El totalitarismo nazi, en medio de la civilización occidental, es el claro ejemplo del fin de la defensa a ultranza de los valores de la Ilustración (europea), de la Modernidad. Se impone, por tanto, irremediablemente, en todo ámbito, pensar y actuar, ya, de una vez por todas, DE OTRA MANERA.
De la mano del llamado Nuevo Pensamiento Judío, y abrazado a la filosofía de Lévinas, Auschwitz nos ha puesto (dice Mèlich), y nos sigue poniendo, a todos encuestión.
Así, en la enseñanza. ¿Qué nos enseña Auschwitz? ¿Qué nos debe enseñar a enseñar? De otra forma (justa más).
El evento de tropezarse con los ausentes es el relato de la memoria (p. 60). Uno de los aspectos insoslayables es la narración: la memoria, el pasado como enseñanza que siempre debe estar presente en los presentemente vivos. Y, sobre todo, abarca todo, la memoria de los injustamente muertos: dar testimonio de la experiencia vivida; morida para tantos. La necesidad de la narración, para las víctimas. Más que venganza. Porque una de las apreciadas armas de los totalitarismos (léase Rachin y el sistema educativo-vital que defiende: memoria de los poderosos) es borrar la singularidad de la memoria de las gentes; la singularidad de Auschwitz. Para poder repetir(lo). Sin opción al cambio-esperanza.
El deseo pedagógico, de Mathieu: que no se repita el mal; nunca más para esos chicos. Darles esperanza, (otras) opciones.
Los ausentes, en este sentido, son tan importantes como los presentes, a diferencia de la ética dialógica (tan dadora de juego, al parecer, en la pedagogía del estado español).
La relación entre maestro (mejor que profesor) y alumno es de apertura a la singularidad vital del otro: los chicos del coro. Se trata (casi) de una amistad, de padecerlos; más que de transmisión de conocimientos.
Una responsabilidad: la ética es la posibilidad humana de otorgar al otro prioridad sobre uno mismo ( ). Desde esta perspectiva, la educación es ética. No quiere decir que ética y educación sean exactamente lo mismo sino solamente que sin ética no puede darse acción educativa en sentido estricto, sino sólo adoctrinamiento o domesticación (p. 77). O sea: totalitarismo, contra las víctimas y pariendo (más) víctimas.
Este es el giro radical del profesor de música en el negro escenario de aquella esquina de Francia: su apertura al sufrimiento y a la situación concreta y apaleada de los niños recluidos.
De nada sirve la formación (recordemos a los nazis formados, o al formado director del centro) si no se dirige por esta senda: otro humanismo, o humanismo de otra persona (nueva). Donde la educación no sea adoctrinar, sino (un) darse al otro, al diferente (a) yo. Donde nuestra expresión genere otras nuevas expresiones, que no repeticiones (así era sorprendido Mathieu cuando algún chico generaba novedad inesperada en el canto). Donde, más que se haga, se padezca: ( ) un viaje no planificado, que forma, transforma e, incluso, deforma (p. 93).
No se puede educar en el olvido lo decíamos. La historia ha dejado de ascender, de progresar. El concepto ilustrado de educación se ha ido a las chacaritas. Lo malo, desde la conciencia o no, es que muchos por descontado ignoran el anhelo de que Auschwitz no se repita (p. 121).
El testimonio que Mathieu dejó es educativamente responsable. Pero no hay fórmulas. Sólo hay (si algo hay) una (dis)posición concreta en un momento concreto frente a una(s) persona(s) concreta(s). Sin tener que perder, por los chicos del coro.
5 comentarios
bai -
Fernando -
Anónimo -
Philippe Tacoronte -
Bethencourt -