Tras ver Saló de Pasolini
(por Philippe Tacoronte)
Hace unas semanas la Filmoteca proyectó en el Monopol "Saló, o los 120 días de Sodoma", de Pier Paolo Pasolini. Nunca habíamos vivido tal repugnancia corporal en el cine y, al mismo tiempo, nunca una película mostró tan largo alcance para pensar las consecuencias no sólo políticas, sino ante todo éticas, del fascismo. Del fascismo como modo de afrontar la existencia, la vida cotidiana, el comportamiento, es decir, la ética en todos sus formas; también con la ética de la relación sexual.
Hemos venido pensando que quizá la esencia de la actitud y violencia fascistas, según podemos inducir de los aristócratas cultivados y perversos del film, es la guerra a cualquier forma de intimidad o secreto. La perversión y el sadismo al que los aristócratas torturadores someten a jóvenes italianos de finales de la Segunda Guerra Mundial, se basa en la abolición de toda privacidad o secreto. La violación debe ser pública para los torturadores de Saló; despojar a los individuos del último resquicio de libertad interior, o de la posibilidad de compartir su interioridad con otra persona separándose de la luz pública de los medios de control.
La desparición del individuo en la masa homogénea de la colectividad totalitaria, tal y como se vio en la Alemania de Hitler, tiene su versión en Saló como destrucción y odio hacia todo forma de intimidad y de derecho al secreto que traten de lograr "los esclavos". Todo ello debería hacernos pensar la extraña y no meramente cultural o convencional relación que hay entre el amor sexual y la intimidad. Pensar lo que algunos han llamado ya el "derecho al secreto", precisamente como resistencia al fascismo.
La película también se presta a reflexionar sobre la diferencia entre pornografía y erotismo. Aquélla parece quzá participar de algún modo del despojamiento del secreto, del control total de los cuerpos y su coincidencia con el saber, el conocer y el no dejar nada oculto. Mientras se diría que el erotismo, como escribe Marc-Alain Ouaqnin, se realiza en el juego de ocultamiento y descultamiento siempre incompleto, en la relación con lo inalcanzable que se oculta y que insiste en preservar el secreto.
Las miserias repugnantes de Saló tendrían que hacernos pensar justo en un modo distinto de relaciones humanas. Radicalmente distinto.
Hace unas semanas la Filmoteca proyectó en el Monopol "Saló, o los 120 días de Sodoma", de Pier Paolo Pasolini. Nunca habíamos vivido tal repugnancia corporal en el cine y, al mismo tiempo, nunca una película mostró tan largo alcance para pensar las consecuencias no sólo políticas, sino ante todo éticas, del fascismo. Del fascismo como modo de afrontar la existencia, la vida cotidiana, el comportamiento, es decir, la ética en todos sus formas; también con la ética de la relación sexual.
Hemos venido pensando que quizá la esencia de la actitud y violencia fascistas, según podemos inducir de los aristócratas cultivados y perversos del film, es la guerra a cualquier forma de intimidad o secreto. La perversión y el sadismo al que los aristócratas torturadores someten a jóvenes italianos de finales de la Segunda Guerra Mundial, se basa en la abolición de toda privacidad o secreto. La violación debe ser pública para los torturadores de Saló; despojar a los individuos del último resquicio de libertad interior, o de la posibilidad de compartir su interioridad con otra persona separándose de la luz pública de los medios de control.
La desparición del individuo en la masa homogénea de la colectividad totalitaria, tal y como se vio en la Alemania de Hitler, tiene su versión en Saló como destrucción y odio hacia todo forma de intimidad y de derecho al secreto que traten de lograr "los esclavos". Todo ello debería hacernos pensar la extraña y no meramente cultural o convencional relación que hay entre el amor sexual y la intimidad. Pensar lo que algunos han llamado ya el "derecho al secreto", precisamente como resistencia al fascismo.
La película también se presta a reflexionar sobre la diferencia entre pornografía y erotismo. Aquélla parece quzá participar de algún modo del despojamiento del secreto, del control total de los cuerpos y su coincidencia con el saber, el conocer y el no dejar nada oculto. Mientras se diría que el erotismo, como escribe Marc-Alain Ouaqnin, se realiza en el juego de ocultamiento y descultamiento siempre incompleto, en la relación con lo inalcanzable que se oculta y que insiste en preservar el secreto.
Las miserias repugnantes de Saló tendrían que hacernos pensar justo en un modo distinto de relaciones humanas. Radicalmente distinto.
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