LA MUERTE DEL ARTE
(por Fernand Yupanqui)
Cierto día, el hermano Tacoronte y quien esto escribe conversaban, cerca de la biblioteca pública de Las Palmas, sobre el diagnóstico del filósofo Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) acerca de la muerte del arte. Lo que se concluía era lo siguiente: se puede decir, traduciendo a Hegel a nuestro tiempo, que el arte occidental estará muerto desde el momento en que no pase por el filtro crítico de la Ilustración, por el cuestionamiento de la idolatría, por la deconstrucción propia del marxismo. También se concluía: cuán estéril resulta a esta altura de la historia la postura del artista despreocupado por la teoría, el que ignora voluntariamente toda reflexión sobre su trabajo.
Pero al artista de hoy el esfuerzo reflexivo le queda lejos, el cuestionarse le queda lejos. Postura diametralmente opuesta a la total anti-autosuficiencia de Sócrates, que, al saber que uno no sabe nada, se rompía el marote con la pregunta radical.
Pero así es la cosa; la institución de "lo bello" no ha superado aún el estatuto teórico clásico de la belleza, es decir, no ha dejado atrás el peor y más ingenuo e infantil idealismo estético.
Pero volvamos a Hegel. Con la expresión "el fin o la muerte del arte", Hegel se remite a la convicción de que, en su tiempo (y aún en el nuestro), el arte ya no era (ni es) capaz, como en épocas anteriores, de configurar un orden de conocimiento de la experiencia humana que pudiera equipararse al proporcionado por la religión o la filosofía. Hegel afirmaba así el carácter "inesencial" e "intrascendente" del arte, y de ahí su muerte. Sobre todo, porque la conciencia estética (como dirían los neokantianos) no "reflexiona", sino que "juega". De este modo, la viva urgencia que pide la realidad resulta inviable para quien, como el artista, media su relación con el mundo a través del juego, es decir, mediante una actividad lúdica que de ninguna manera es capaz, por la misma esencia de su estructura, de incrustarse activamente en el seno de la historia, ámbito fundamental del desenvolvimiento de la vida. Ahora bien, el arte no podrá ser una herramienta conceptual, pero confiemos en que pueda, al menos, aferrarse a la historia y denunciar con belleza y Verdad (Vallejo, Cardenal, Juan Jiménez en Canarias...); confiemos también en la acción artística que, con su belleza extraviada, o con su inspiración popular o religiosa, actua como denuncia (Pizarnik, el Goya de las pinturas negras, El Greco).
La muerte del arte es también la muerte del artista; del artista "autónomo" que cree no tener nada que ver con aspectos decisivos de la vida como la moral o la política. Ya tanto es así que la esfera que cubre al artista, centrada en lo bello o lo no-bello, en lo fruitivo o lo no-fruitivo, supone nada más que una proyección de sí-mismo, un mito, una egología que oculta con su "falacia de lo bello" (o falacia naturalista)toda experiencia donde en verdad se juega la manifestación y la esencia radical de la Vida: el mal, el dolor, la injusticia.
Todo empezaba con la Modernidad, con el solipsismo cartesiano, filosofía destinada a justificar la violencia como "natural", e incluso, si hablamos del orden del arte, como "bella". Ahí tuvimos, en el siglo XX, junto a Hitler, a la "imparcial" Leni Riefenstahl. Y todo desembocaba, más adelante, en el Romanticismo, cuando el artista romántico se convierte en un ser abandonado a sí mismo, que debe buscar únicamente en sí mismo, en su ego trascendental, las fuentes y las reglas del arte. Así, el artista perdía, convertido en un ser cartesianamente impasible, todo vínculo con la sociedad en el tiempo.
Es preciso decir hasta la saciedad que la pérdida de este vínculo político y social del arte responde única y exclusivamente a la ideología: sobre todo, porque la manifestación estética ordinaria, occidental, oculta simbólicamente que su origen y su nacimiento sólo pueden fundarse sobre la base de la conciencia y el conocimiento, es decir, sobre la base de una conciencia sólo posible como relación intersubjetiva que nada tiene que ver con el ego o la autonomía totalitaria del artista. El arte nunca es "puro", como quería Paul Valéry; el arte siempre viene después de la vida, dependiendo totalmente de su desenvolvimiento histórico e interpersonal. El arte sólo puede darse en el tiempo. Y, como dijera Lévinas, el tiempo es el Otro. De ahí la indeclinable responsabilidad ética del artista.
A partir de lo dicho nos preguntamos: ¿cómo podrá salir el arte de la encrucijada ideológica que se esconde tras su falaz e incólumne pretensión de autonomía? La respuesta es política.
Cierto día, el hermano Tacoronte y quien esto escribe conversaban, cerca de la biblioteca pública de Las Palmas, sobre el diagnóstico del filósofo Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) acerca de la muerte del arte. Lo que se concluía era lo siguiente: se puede decir, traduciendo a Hegel a nuestro tiempo, que el arte occidental estará muerto desde el momento en que no pase por el filtro crítico de la Ilustración, por el cuestionamiento de la idolatría, por la deconstrucción propia del marxismo. También se concluía: cuán estéril resulta a esta altura de la historia la postura del artista despreocupado por la teoría, el que ignora voluntariamente toda reflexión sobre su trabajo.
Pero al artista de hoy el esfuerzo reflexivo le queda lejos, el cuestionarse le queda lejos. Postura diametralmente opuesta a la total anti-autosuficiencia de Sócrates, que, al saber que uno no sabe nada, se rompía el marote con la pregunta radical.
Pero así es la cosa; la institución de "lo bello" no ha superado aún el estatuto teórico clásico de la belleza, es decir, no ha dejado atrás el peor y más ingenuo e infantil idealismo estético.
Pero volvamos a Hegel. Con la expresión "el fin o la muerte del arte", Hegel se remite a la convicción de que, en su tiempo (y aún en el nuestro), el arte ya no era (ni es) capaz, como en épocas anteriores, de configurar un orden de conocimiento de la experiencia humana que pudiera equipararse al proporcionado por la religión o la filosofía. Hegel afirmaba así el carácter "inesencial" e "intrascendente" del arte, y de ahí su muerte. Sobre todo, porque la conciencia estética (como dirían los neokantianos) no "reflexiona", sino que "juega". De este modo, la viva urgencia que pide la realidad resulta inviable para quien, como el artista, media su relación con el mundo a través del juego, es decir, mediante una actividad lúdica que de ninguna manera es capaz, por la misma esencia de su estructura, de incrustarse activamente en el seno de la historia, ámbito fundamental del desenvolvimiento de la vida. Ahora bien, el arte no podrá ser una herramienta conceptual, pero confiemos en que pueda, al menos, aferrarse a la historia y denunciar con belleza y Verdad (Vallejo, Cardenal, Juan Jiménez en Canarias...); confiemos también en la acción artística que, con su belleza extraviada, o con su inspiración popular o religiosa, actua como denuncia (Pizarnik, el Goya de las pinturas negras, El Greco).
La muerte del arte es también la muerte del artista; del artista "autónomo" que cree no tener nada que ver con aspectos decisivos de la vida como la moral o la política. Ya tanto es así que la esfera que cubre al artista, centrada en lo bello o lo no-bello, en lo fruitivo o lo no-fruitivo, supone nada más que una proyección de sí-mismo, un mito, una egología que oculta con su "falacia de lo bello" (o falacia naturalista)toda experiencia donde en verdad se juega la manifestación y la esencia radical de la Vida: el mal, el dolor, la injusticia.
Todo empezaba con la Modernidad, con el solipsismo cartesiano, filosofía destinada a justificar la violencia como "natural", e incluso, si hablamos del orden del arte, como "bella". Ahí tuvimos, en el siglo XX, junto a Hitler, a la "imparcial" Leni Riefenstahl. Y todo desembocaba, más adelante, en el Romanticismo, cuando el artista romántico se convierte en un ser abandonado a sí mismo, que debe buscar únicamente en sí mismo, en su ego trascendental, las fuentes y las reglas del arte. Así, el artista perdía, convertido en un ser cartesianamente impasible, todo vínculo con la sociedad en el tiempo.
Es preciso decir hasta la saciedad que la pérdida de este vínculo político y social del arte responde única y exclusivamente a la ideología: sobre todo, porque la manifestación estética ordinaria, occidental, oculta simbólicamente que su origen y su nacimiento sólo pueden fundarse sobre la base de la conciencia y el conocimiento, es decir, sobre la base de una conciencia sólo posible como relación intersubjetiva que nada tiene que ver con el ego o la autonomía totalitaria del artista. El arte nunca es "puro", como quería Paul Valéry; el arte siempre viene después de la vida, dependiendo totalmente de su desenvolvimiento histórico e interpersonal. El arte sólo puede darse en el tiempo. Y, como dijera Lévinas, el tiempo es el Otro. De ahí la indeclinable responsabilidad ética del artista.
A partir de lo dicho nos preguntamos: ¿cómo podrá salir el arte de la encrucijada ideológica que se esconde tras su falaz e incólumne pretensión de autonomía? La respuesta es política.
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